miércoles, 30 de enero de 2008

Todo el Mundo

Todo el mundo es especial.
Todo el mundo.
Todo el mundo es un héroe.
Un amante.
Un loco.
Un villano.
Todo el mundo.
Todo el mundo tiene su historia.

miércoles, 23 de enero de 2008

El sótano

-¿Qué has hecho con el cuerpo?

-Lo enterré en el jardín.

-¿No te habrá visto alguien?

-No. Nadie me vio.

-¿Por qué estás tan seguro?

-Porque a todos los vecinos los fui matando a medida que iba enterrando a uno, y luego a otro. No he dejado bicho viviente.

-¿Te has lavado las manos? Ya sabes que no se puede comer con las manos sucias.

-Las tengo relucientes. Más limpias que nunca.

-¿Y las cabezas?

-En el sótano. En las cajas que me compraste el domingo pasado.

-¿Sobraron cajas?

-Sí. Media docena, o algo así. No las conté.

-Pero sobraron.

-Si, todavía quedan cajas para meter otras cuantas cabezas. ¿Quieres que vaya a buscar más cabezas?

-No. Las cajas que han sobrado se tiran a la basura y punto.

-Es un desperdicio.

-Aunque así sea, se tiran cuando vuelva a anochecer y punto.

-Lo tienes todo muy bien pensado.

-Hay que tenerlo bien pensado porque de lo contrario te atrapan, y si te atrapan ya sabes lo que harán luego.

-Preguntas.

-Eso. Preguntas y más preguntas. Toda la vida haciéndote preguntas: ¿Por qué lo hiciste? ¿Te pegaban tus padres? ¿Te masturbabas demasiado? Es mejor ser prudente.

-Si alguna vez me atrapan diré siempre que estoy muy cuerdo. Que no estoy loco. Me jode que me tomen por un loco que no sabe lo que hace. Yo no estoy loco. Ni tú tampoco. Hemos matado a toda esa gente porque nos dio la gana. Porque sí.

-Pero ellos no creerán lo que les digamos. Creerán lo que quieran creer. Y como no quieren condenar a nadie a la pena de muerte, pues nos meterían en un psiquiátrico, o nos mandarían a la calle, libres.

-¿Libres?

-Sí, libres. Asquerosamente libres. Sin culpa. ¿Te imaginas eso?

-Después del espléndido trabajo que hemos hecho, ¿nos echarían a la calle sin culpa y a vivir como uno más del montón? ¿Serían capaces de eso?

-Y de mucho más. Incluso podrían hacernos héroes.

-Yo no quiero ser un héroe. Yo soy un asesino. Un asesino frío y meticuloso. Mato por placer. Mato porque quiero. Igual que tú.

-Por eso todas las cajas que han sobrado irán a la basura. Y no todas al mismo tiempo. Irá una mañana. Y otra la próxima semana. Y otra dentro de dos semanas. Y otra dentro de un mes. ¿Sabes?

-Y después, cuando pase los cinco años, nos presentaremos en la comisaría para decir lo que tenemos guardado en el sótano.

-Eso haremos. Lo diremos, pero nos creerán. Seguro. Y entonces volveremos a matar a los nuevos vecinos.

-Yo los mataré y tú les cortarás la cabeza.

-Y guardaremos sus cabezas en el sótano. Otros cinco años.

-Y después…

-Lo mismo.

-Siempre lo mismo.

-Hasta envejecer.

-Y un día descubrirán nuestro tesoro. Nuestra obra de arte.

-Pero ya no estaremos aquí. Somos tan normales, tan anodinos, tan buenos vecinos que nadie imaginará que nosotros, precisamente nosotros, somos unos asesinos.

-Pero lo somos.

-Claro que lo somos. Los mayores hijos de puta que han pisado esta cochina ciudad.

-¿Por qué matamos?

-¿Por qué matamos?

-Porque no queremos vivir y nadie nos culpa. Vivimos sin culpa, o quieren que vivamos sin culpa y eso nos mata. Nos martiriza.

-Queremos vivir con culpa. Con mucha culpa. Pero sabiendo que nuestra culpa es la mejor y más grande culpa de todos los tiempos.

-Tocan a la puerta.

Al abrir se encuentran con un niño de unos cinco años. Sonríe.

-¿Qué quieres?

-Lo sé todo.

-¿Qué sabes?

-Sé que han matado a diez personas y que guardan las cabezas en unas cajas. En el sótano.

-¿Tus padres saben que estás levantado a estas horas de la madrugada?

-Mis padres ya no tienen cabeza y yo necesito dormir.

-Pasa.

La puerta se cerró.

martes, 22 de enero de 2008

El bohemio

Independientemente de los conceptos para mí: el bohemio vive por vivir se llena de angustia sin tener porque, pero esta alegre cuando otros no están. El Bohemio vive su vida incansable de ideas, algunas creativas y otras filosóficas, todas para hacer de su vida un paraí­so. Vive la vida con principios y hasta con responsabilidad pero hace lo que quiere cuando quiere. En la música encuentra pinturas, en las poesí­as encuentra música, y en las pinturas encuentra versos así­ mientras que se bebe copa y sin faltar un café en una escondida viajante adonde solo se lee por la media luz. La noche es su tarima....ahí­ baila, canta, come, conversa y admira a otros como el. Ve el mundo con otros ojos el ve colores en el cielo nublado, ve la melancolía­ en una rosa brillante en su esplendor….

Si Entiendes mis palabras, entonces ERES UN BOHEMIO...

lunes, 21 de enero de 2008

El Poeta

De sus escritos, dice, que sus versos son pasado; recuerdos; tiempo muerto que enterrar. Por eso lanza letras al viento, deshaciendo palabras, destruyendo poemas para no recordar.

miércoles, 16 de enero de 2008

I Feel Pretty

Soy un gran admirador del Tennis y este es uno de mis comerciales favoritos. Ahí vemos a Maria Sharapova siendo adulada por todos los que la ven sólo como una mujer bella, pero al final nos demuestra que está hecha mucho más que de belleza a la hora de jugar.
Disfrutenlo.

lunes, 14 de enero de 2008

Frases Beatles

Siempre los he amado.
Siempre.
Los oigo desde que tenía 8 años. Hoy tengo 21 y los sigo escuchando con el mismo entusiasmo que desde áquel día en el que una radio mal sintonizada en la esquina de una para de autobuses me dejó oír, entre idas y venidas "All you need is love... Love, Love, Love is all you need".
Por eso hoy hago un post distinto.
Un compilado de frases de y sobre la mejor y más grande banda de todos los tiempos:

"Antes de Los Beatles, todo era distinto; después de Los Beatles, nada fue igual"
-John Lennon

"Los Beatles existen aparte de mí. Yo no soy realmente el beatle George. Beatle George es como un traje o una camisa que alguna vez usé y hasta el final de mi vida la gente verá esa camisa y la confundirá conmigo"
-George Harrison

"Sin Paul, los Beatles no habrían sido ni la mitad de populares. Sin John no habrían sido ni la mitad de importantes"
-Robert Palmer

"Esa noche Paul perdio la oportunidad de redimir, al menos, una parte de su alma"
-Peter Brown y Steven Gaines sobre la muerte de John Lennon

"Esta tarde, pensando todo esto frente a una ventana lúgubre, donde cae la nieve, con más de cincuenta años encima, y todavía sin saber muy bien quien soy ni que carajos hago aquí, tengo la impresión de que el mundo fué igual desde mi nacimiento hasta que The Beatles comenzaron a cantar."
-Gabriel García Marquez

"... ni The Beatles desaparecieron cuando el grupo se deshizo, ni John Lennon murió cuando las balas de Chapman destrozaron su cuerpo en el frío asfalto de New York. Las ausencias físicas jamás son capaces de impedir el recuerdo permanente. Es el gran y mejor privilegio de los mitos."
-Revista Penthouse

"Creo que dentro de 100 años, la gente va a escuchar a Los Beatles como oye a Beethoven"
- Paul McCartney

"Oigo a los Beatles con un cierto miedo, porque siento que me voy a acordar de ellos por todo el resto de mi vida"
-Emilio García Reira

"Manolito (preguntando a Mafalda sobre su gusto por los Beatles): ¿Cómo pueden gustarte si no entendés lo que dicen?
Mafalda: ¿Y? A medio mundo le gustan los perros y hasta el día de hoy nadie sabe lo que quiere decir guau! "


"Nunca entendía una palabra. Pero siempre estabas ahí con una sonrisa." ("Never understood a word. But you were always there with a smile.")
-Extracto de Here Today, canción de Paul McCartney dedicada a a la memoria de John Lennon

Y para cerrar, lo hago con dos increíbles extractos de sus canciones:

"Dices que quieres una revolución, bueno ¿sabes? todos queremos cambiar el mundo" ("You say you want a revolution. Well you know? We all want to change the world")
-Extracto de "Revolution"

"Todo lo que necesitas es amor"
-Extracto de "All You Need Is Love"

miércoles, 9 de enero de 2008

Lo que nadie recuerda de la guerra

Siempre en formación regular, nos cuadramos y aguardamos a que el coronel Zilla, apodado El Jefe, se dignara a dirigirnos la palabra. Sentíamos el frío de Rusia introducirse inexorablemente por cada poro de nuestra piel. Los ojos de El Jefe se habían impregnado de ese mismo aire gélido y relumbraban como diminutas esquirlas de hielo azul. Cuando por fin abrió la boca, una larga cinta de vaho se deslizó sobre su nariz y fue a disolverse más allá de la línea que sus cabellos rubicundos ya en retirada dibujaban por encima de su ancha frente.

-¿Quién es el más veterano aquí? –preguntó.

Di un paso y ejecuté el saludo militar reglamentario.

-Yo, señor. Se presenta el cabo Püschel, de la 32ª división de infantería, señor.

-¿Es usted el oficial de mayor rango?

-No, señor.

El Jefe escupió y removió la nieve con la punta de sus lustradas botas.

-Da lo mismo. Le nombro oficial al mando de este atajo de niñitas que me trae. Distribúyalos como pueda entre los distintos batallones a la mayor brevedad.

Y eso hice. Bueno, eso intenté. Eran en total 22 soldados, de graduaciones y procedencias diversas. Había cinco críos que aún estaban aprendiendo a afeitarse, dos disidentes rusos, cuatro veteranos que nunca hablaban con nadie y que usaban sus rifles como jodidas segadoras de césped, y otras muestras de lo que podía hacerle el servicio militar a cualquiera que fuese a caer en sus garras, listo, idiota o maníaco, homicida, o pacifista, o zapatero o amante de las armas.

Un cabo se ofreció voluntario para acompañarme. Él me guió y me introdujo en las complejas relaciones sociales que se habían ido tejiendo entre muertes, amigos que se marchaban y amigos que regresaban bien en forma de cadáveres bien en forma de espectros tullidos. Fuimos adjudicando hombres más o menos por intuición. Tratábamos de no separar a aquellos que habían formado auténticas hermandades porque sabíamos que eso, al final, salvaba vidas. Por eso mismo tuvimos algún problema.

Por ejemplo, separar a los cinco novatos hubiese sido una crueldad, como arrancarles de una nueva familia ahora que ya no les quedaba ninguna. Los cuatro veteranos, a su vez, no habrían dudado en rompernos la crisma a culatazos si tan sólo hubiésemos osado sugerir que se separaran. Y posiblemente no les hubiese resultado difícil, eran auténticos perros de la guerra. Hijos de Hitler. Con la cabeza y la barba perfectamente rasuradas, el uniforme impecable, y esa manera de cuadrarse, con el canto de la mano bien recto sobre la costura del pantalón.

Trotábamos a lo largo de una trinchera ya abandonada con los rusos disidentes a la zaga cuando el cabo decidió presentarse formalmente.

-Me he ofrecido a ayudarte porque quiero algo a cambio.

Me palpé los bolsillos con teatralidad, porque era evidente que no llevaba dinero de ninguna clase encima. Nuestro dinero eran los cigarrillos, que intercambiábamos como miserables reclusos, fotos de chicas, no necesariamente eróticas, porque en realidad cualquier cosa nos parecía tremendamente sensual en comparación con la sucia y masculina compañía a la que estábamos habituados, y cosas así.

-No sé qué puedes querer de mí –dije.

-Conmigo no hace falta que te ocultes. Sé que tienes libros en tu bolsa. Lo he visto. –Y añadió-: me gustaría leerlos. ¡Hace tanto que no leo nada!

De esta manera empezó una amistad que apenas duró un mes.

No era cierto que el cabo hiciera tiempo que no leía nada. Que no leía nada nuevo para él, eso sí, pero tenía una buena colección de volúmenes que nunca descubrí de dónde sacaba.

Habían pasado ya tres semanas desde nuestra llegada cuando el cabo se decidió a revelarme su escondite. Estaba en el polvorín. Recuerdo que cerró la puerta con llave desde dentro, y con una linterna de campaña en la mano se puso a revolver entre los montones de cajas y paquetes. Apartó varios rollos de lona negra para el camuflaje de tanques durante la noche y se acuclilló junto a un baúl de municiones.

-¿Los guardas aquí? –pregunté.

El aire olía intensamente a pólvora, fósforo y petróleo entremezclados con el olor a humedad y a encierro.

-Es un sitio magnífico –me explicó-. En primer lugar, si lo encuentra nunca podrán relacionarme con eso, y además, nadie va a intentar robar nada porque todos tenemos más armas de las que hemos querido ver en toda la vida. O en cuarenta vidas.

-¿Y si intentan usar la munición de ese baúl?

-Yo tengo la llave.

-Podrían forzar la cerradura sin despeinarse. Yo mismo he abierto varios de esos con un par de patadas.

-Es poco probable que llegue a interesarle a alguien este baúl en concreto. Está en el fondo de toda esta basura y le he quitado las etiquetas. Antes intentarán abrir cualquier otro que tenga indicaciones de qué contiene.

Dicho eso, se sacó una llave diminuta de la caña de la bota e hizo saltar la cerradura. El baúl estaba lleno hasta los topes de libros. Libros nuevos, libros antiguos, libros sin cubiertas, deshojados, chamuscados, gruesos y famélicos. Metí las manos hasta los codos en la montaña de papel impreso y me puse a rebuscar tan entusiasmado como podría haberlo hecho en otra época un buscador de tesoros al dar con el cofre de los piratas.

-¡Joder! –exclamé-. ¿De dónde los has sacado?

-Puedes quedarte los que quieras. Llevo siete años por aquí y he tenido tiempo de aprendérmelos de memoria. –Para dar más credibilidad a sus palabras, tomó un volumen de poesía hinchado por la humedad y sin abrirlo, recitó-: No quedan soldados / ni glorias benditas, / no quedan muchachos / ni casas ni villas. / Son los fusiles que siguen matando / sin balas ni manos ni punto de mira.

Luego me lo acercó, abierto por una de las páginas centrales en la que pude leer el poema completo. Y lloré.

El cabo se quedó azorado.

-¿Por qué lloras? –quiso saber.

Pero yo no tenía respuestas. Todos llorábamos de vez en cuando. Procurábamos que fuese a solas. El motivo no era nunca claro. Éramos sanguinarios y asesinos, o hacíamos lo posible para serlo, pero a la hora de la verdad, nuestros cerebros estaban tan agujereados que bastaba una palabra, la foto de la madre de un compañero, la tonadilla de una canción que alguien silbaba sin siquiera darse cuenta, para convertirnos en niños asustados, niños que dormíamos abrazados a granadas de mano y a ametralladoras desmontadas que debíamos cuidar como a nuestra propia hermana, porque nos habían quitado los ositos de peluche.

Me sentía incómodo por mi escena. Entonces el cabo volvió a coger el libro y me explicó que lo había escrito él mismo. En efecto, en la portada figuraba su nombre. Creo que figuraba su nombre. No lo comprobé porque estaba secándome los ojos con un pañuelo que había lavado la noche anterior en el río. En realidad supongo que era cierto, aunque uno nunca sabe. A menudo inventábamos historias sobre nosotros, o nuestra familia, o la vida que habíamos llevado antes de alistarnos.

Ese fue el periodo más feliz que puedo recordar de mis días en el frente. Pasé tres noches seguidas tan agradecido por haber recuperado el placer de la lectura que apenas dormía. Después de la cena me dirigía silenciosamente al polvorín, localizaba el baúl sin etiquetas, y extraía al azar un volumen. Novelas, libros de historia, poesía, teatro, literatura de todos los tamaños y colores. La había blanca, negra, rosa. Literatura minúscula y ridícula que trataba de sexo y aventuras amorosas, y literatura colosal y gigantesca, que me obligaba a seguir leyendo durante todo mi turno de descanso y regresar luego a mi puesto de guardia ojeroso y borracho de agotamiento.

Llegué a gastar tantas pilas para mi linterna de campaña que incluso el superintendente me preguntó, medio en serio y medio en broma, si había encontrado un mercado para esas putas pilas, o qué.

Me acostumbré al cansancio permanente. Antes ya solía dormir poco, debido al frío y a las pesadillas, pero a partir de aquel momento prácticamente no pegaba ojo. Con un libro entre las manos, metido en mi saco de dormir a la luz de la linterna, leía, leía, y cuando me daba cuenta había perdido otro turno de sueño. Creo que me era indiferente. Agradecía tanto poder catapultar mi mente más allá de toda la maquinaria de la guerra y su constante exigencia de sangre derramada, la nuestra o la suya, daba igual, que me hacía más bien leer que dormir.

Me revitalizaba. Me daba fuerzas.

El doce de marzo nos dieron una hora de descanso a todos en memoria de El Jefe, al que habían liquidado cuando huyó despavorido al prenderse fuego en la cabina de su tanque.

Para no morir asado entre las planchas de metal, el general saltó a tierra y echó a correr en zigzag con la cabeza agachada y los brazos sobre la nuca por si se le venía algo encima. Lástima –o no tan lástima-, que lo que se le vino encima fue todo un tigre alemán, uno de los nuestros, que en su apresurada retirada no pudo esquivar al general aterrorizado. Las orugas de la bestia dejaron al tipo partido en varios trozos, y algunos juraban que sus últimas palabras habían sido: “!Acelera, cabrón! ¡Si me dejas vivo te machacaré las pelotas a patadas y me follaré a tu mujer con la polla envuelta en alambre de púas!”.

Conseguí media botella de vodka de alguien que me debía un favor e invité al cabo a tomar algunas rondas en los barracones de oficiales.

-Tengo que confesarte algo –dijo.

Esperé en silencio, sin saber muy bien cómo reaccionar.

-Dicen que la guerra se está acabando ya. Dicen que la hemos perdido. Y ¿sabes?, no me importa en lo más mínimo –confesó.

-A mí tampoco. Ya no sé si quiero volver o quiero morir aquí. ¿Cómo voy a volver a mi pequeño pueblo y pasearme entre esa gente que he conocido, ahora que he entendido lo fácil que es matar?

-Sí… Pero al menos tú has sido valiente.

-Tanto como tú –repuse-. Los dos estamos vivos.

-Eso no significa nada. Aquí morimos igual los cobardes y los valientes. Si eres afortunado mueres antes. De todas formas no hablaba de eso…

-¿De qué, entonces?

-De los libros. –Sacó de debajo de su colchón una novela policíaca británica-. Desde que me mandaron a este infierno no puedo terminar los libros. Soy tan cobarde que no soporto los finales de las historias. Leo todos los libros a medias y luego los tiro por ahí, así siempre me queda la impresión de que ese mundo que he abierto sigue vivo, sigue existiendo. Como un sitio al que escapar si todo lo demás acaba fallando. Si algún día salgo de aquí me gustaría coger todos esos libros y terminarlos. Saber qué les ocurre a esos personajes. ¿Tú crees que podré volver a leer un libro entero?

Lo supe a la mañana siguiente. Supe que jamás podría volver a leer un libro entero, porque una mina estalló bajo sus pies y le dejó reducido a astillas. En principio la mina debió haberle mutilado, pero resultó que era defectuosa, y produjo una explosión tan desmesurada que en la retaguardia muchos se echaron al suelo pensando que nos bombardeaban. Todo lo que quedó del cabo fueron las botas, inexplicablemente alineadas en el mismo lugar que habían ocupado antes de la explosión. Bien lustradas y paralelas. Con los pies seccionados a la altura de las pantorrillas aún en el interior.

Cada tres o cuatro días uno de los altos mandos del regimiento oficiaba una especie de misa, mitad militar y mitad religiosa, aunque intentaban que no lo pareciese. Era tan frecuente el no poder recuperar los cuerpos, que las sepulturas eran más simbólicas que otra cosa. Desde que el cabo murió no había vuelto a pisar el polvorín, y como aquella mañana iban a dedicarle una de esas ceremonias, a él y a otros siete soldados, me dispuse a encontrar aquel libro que había escrito para leer unas líneas en su honor. No estaba muy seguro de ser capaz de reconocer el libro, pero de todas formas no fue necesario.

El baúl había desaparecido. Busqué, en vano, durante casi una hora. Allí no estaba. Sostenía en la palma de la mano la pequeña llave sin ninguna cerradura que abrir. Corrí a los barracones, pero debajo de mi colchón no había ningún libro. Ni una página, se habían esfumado.

Era cierto. Habíamos perdido la guerra. Los rusos estaban aniquilados, pero las tropas de refuerzo de los aliados rodearon nuestra indefensa posición. No pudimos ni reaccionar. Todos nos rendimos sin condiciones cuando el coronel, que hacía las funciones de general, nos instigó a hacerlo aunque él no pudiera por amor propio y dignidad alemana, según dijo. Se pegó un tiro en la boca y se sumó de esta manera a la lista de nombres por los que debía haber oficiado aquel funeral que nunca llegó a tener lugar.

Lo más extraño de todo es que no he logrado recordar el nombre de aquel cabo callado y serio, que se definía como cobarde porque no era capaz de pasar de la mitad de un libro por miedo a que se terminara.

lunes, 7 de enero de 2008

Las Diosas no viajan en metro

David era una estrella muerta. Una estrella roja, intensa y muerta. Hablo de esas estrellas que se supone que aún podemos ver en el cielo aunque estallaron hace miles de años. A él le pasaba lo mismo: seguía moviéndose, caminando, del trabajo a casa y de casa al trabajo, pero en realidad había dejado de existir hacía ya un par de años. Cuando charlabas con él lo notabas, notabas que en realidad no estaba allí. Era como hablar con una pared, una de las que no tienen orejas.

Al final se lo dije:

-Estás muerto, ¿lo sabías?

-Claro –respondió-. Has tardado en darte cuenta.

Llenó un vaso con la botella de wisky barato que había dejado en la mesa hacía poco y se lo echó al gaznate como si fuese agua. Llenó otro y repitió el procedimiento.

-Es una pena, escribías bien –dije.

-¿Tú crees? Yo no me acuerdo, estoy muerto.

-Sí, sí. Ya basta de ese tema. En fin, me voy.

-¿A dónde? –me preguntó, realmente sorprendido.

-No lo sé. Tomaré el metro y cuando pase por una estación que empiece por erre, me bajaré.

-No se me ocurre ninguna. Podrías pasarte toda la tarde dando vueltas.

-Mejor. Además, en el metro hay chicas. Podría conocer a una chica interesante. A alguien amable. A alguien vivo, no como tú.

David se encogió de hombros. Parecía realmente demacrado con la barba de tres días y el pelo, como ala de cuervo, grasiento y alborotado, demasiado largo para ser corto y demasiado corto para ser largo. Allí le dejé, llenando otro vaso.

Ya en la calle, David se asomó a la ventana y me gritó desde el tercer piso:

-¡Las diosas no van en metro!

-¿Ah, no? –le espeté-, ¿y cómo van de un lugar a otro?

-¿Y yo qué coño sé? –farfulló, y cerró la ventana de un portazo.

Me alejé desconcertado. Hacía frío y no tenía chaqueta. Caminaba con las manos en los bolsillos de los vaqueros, lo que me proporcionó una excusa perfecta para no coger el periódico gratuito que un hippie intentó endosarme al doblar la esquina. En el bolsillo derecho encontré una moneda de veinte céntimos. Se la tiré al tipo y le dije:

-Anda, cómprate una filosofía nueva.

-Con eso no tengo ni para entrar en una secta –contestó malhumorado.

-Pues cómprate una religión. En las rebajas de enero seguro que hay alguna. Las monoteístas están bajando de precio últimamente, debido a la competencia.

Aceleré el paso y me metí en una boca de metro. Allí el aire era agradablemente cálido, impregnado del aliento de la tierra. Bajé los escalones de dos en dos aunque no tenía prisa, pero lo perdí. El metro culebreaba ya hacia su madriguera de túneles cuando llegué abajo.

Al menos parecía que mis manos se recobraban. Me apoyé contra la pared y me las froté para entrar en calor.

Al cabo de poco llegó una chica y se puso a mi lado. Era pequeña y delgada, frágil. Iba excesivamente maquillada y se movía para que la observaran. Tenía una melena exuberante que se derramaba hasta la mitad de su espalda, rojiza, encendida de fuego irlandés. Me miraba abiertamente. Por contraste, el resto de la estación parecía en blanco y negro.

No dije nada, y como había supuesto me habló al cabo de unos segundos.

-¿A dónde vas? –quería saber.

-No lo sé. Voy a bajarme en la primera estación que empiece por erre.

-¿Por qué por erre? ¿Hay alguna razón? –sus pestañas aletearon en sus ojos verdes, largas y espesas como noches de invierno.

-No, simplemente voy a hacerlo.

En ese momento llegó el metro y de las puertas abiertas brotó un torrente de gente que se apresuró, nada más bajarse, hacia las escaleras de salida. La pelirroja y yo entramos en el mismo vagón.

-¿Entonces no vas a decirme a dónde vas? –continuó con su interrogatorio.

Nos habíamos sentado juntos al fondo y su pierna tocaba la mía. La sentí tibia a través de la ropa.

-Te lo diré si antes me dices tú a dónde vas.

-A San pablo –respondió inmediatamente-.

-Entonces yo me bajo en la siguiente.

-La siguiente no empieza por erre, es Alfonso XIII.

-He cambiado de opinión. Acabo de comprender que me conviene alejarme lo antes posible de ti. Eres una asesina.

-¿Yo? –exclamó, y se llevó una mano a los labios como para sofocar un grito o una risa.

-Hace dos años una chica como tú mató a mi mejor amigo. Eso podría llegar a perdonarlo, pero, además ese amigo era un gran escritor. La chica, que era como tú, acabó con él… Y podría ser que ahora me tocase a mí. Todavía no me apetece morir –me expliqué pacientemente.

Ella arqueó una ceja y yo me puse de pie porque ya estábamos llegando a la siguiente estación. Me preguntó:

-¿Y cómo son, según tú, las chicas como yo?

-No sé –respondí desde la puerta, a punto de bajarme-. Magas, hechiceras. Las diosas no viajan en metro, así que debes ser un diablo.

-Soy un diablillo –ronroneó seductora. Faltó poco para que cambiara de opinión y volviera a sentarme a su lado. Únicamente el recuerdo que las palabras de David que acababa de usar habían conjurado me dieron la voluntad necesaria para arrastrarme al exterior y deshacerme de ella.

Tenía que permanecer solo. Yo lo sabía. Cuando lo olvidabas corrías el riesgo de ser atrapado, y con el tiempo, después de la breve satisfacción inicial que comporta el dejarse atrapar, vendría la caída, la muerte. Ser olvidado por una mujer es morir, casi siempre. Aún no era mi turno.

De nuevo en la calle, en el frío. Las manos heladas en los bolsillos y el alma helada repartida en cada uno de los versos que he escrito. Me froté las manos para calentarlas, pero el alma sólo puede frotarse con otra...

sábado, 5 de enero de 2008

El Fantasma

Estaba soñando. Soñaba que caminaba por una calle larga, llena de edificios de diversos tamaños y cada una de un color diferente, como si hubiesen sido pintadas por alguien que conocía todos los tintes existentes, pero, sin embargo, la carretera estaba llena de baches y hoyos, lo que contrarrestaba claramente con las edificaciones. En el sueño, Javier caminaba erguido y con fuerzas, aunque en su vida real estaba limitado a morir en una cama porque el estado avanzado de su enfermedad no lo dejaba ni siquiera mover un brazo sin que las repercusiones se notaran al instante.

Javier, 32 años, Caracas, Venezuela, un paciente con VIH desde hacía más de 8 años; aunque en aquél sueño nada le impedía detenerse, estaba sano, por fin sano, ya no debía preocuparse por más nada. Tenía la extraña sensación de que todo, absolutamente todo en su vida marchaba bien, o al menos eso aparentaba.
Seguía caminando y a medida que lo hacía iba encontrándose con personas que hace mucho no veía, como ese vecino que solía jugar con nosotros cuando éramos niños y que luego se mudaba con sus padres para volver, mucho tiempo después, con una profesión, un auto y una familia a recordar el lugar en el cuál había nacido y había transcurrido alguna parte de su vida.
Mientras más caminaba Javier, más gente se encontraba, y luego se dio cuenta que aquella calle representaba a su vida: las casas eran los momentos más alegres que había tenido en ella, y los colores representaban la intensidad con la cuál había venido cada satisfacción; por otra parte, los baches eran el claro ejemplo de los malos momentos que había pasado, algunos eran tan grandes que, de no haber más espacio en la calle, debería o bien caer en ellos o retroceder.

Javier sabía que su vida había transcurrido "normalmente" hasta hacía ocho años, cuando, por imprudencia, o machismo, ya no recordaba ni quería hacerlo, había aceptado a acompañar a su mejor amigo a un prostíbulo, saliendo esa noche de allí con algo más que la satisfacción de haber estado con una mujer.

Mientras continuaba, Javier veía más y más gente conocida, ahora de la etapa de su adolescencia. Jóvenes a los que apenas reconocía, y otros de los cuales se acordaba perfectamente. Veía las caras de sus profesores, amigos cercanos e incluso gente de su vecindario.

De repente, Javier comenzó a notar que los colores de las casas se volvían más opacos y los baches se hacían más grandes, él sabía que ya había llegado a la etapa más difícil de su vida, la etapa en la que descubrió que no sería un ser humano común y corriente y que, tarde o temprano, terminaría débil y dependiendo de los cuidados de alguien más.
Allí, la gente ya no lo saludaba, simplemente se limitaba a pasar por su lado mostrando una cara de terror o asco y cruzando la acera o entrando en alguna casa para evitar toparse de frente con él.
Javier era un fantasma, nadie se lo había dicho, pero ese era el término con el cual le gustaba catalogarse. Nadie ve a los fantasmas, y quienes los ven simplemente se aterran y terminan por contarles a las demás personas lo que ha ocurrido sembrando así el pánico.
Eso era él, un fantasma de carne y hueso que se movía por una calle, ya sin ganas de caminar, y soportaba la indiferencia de las personas, quienes los rechazaban pues su ignorancia era más fuerte que sus ganas de colaborar.

La fuerza se le agotaba, y con cada paso que daba parecía que se desvanecía.
Pero pronto pudo ver que todo se terminaba: allí, al final de la calle podía ver una cerca que limitaba aquel terrorífico paisaje con algo que le era imposible distinguir debido a la intensidad de la luz que provenía del sitio. Javier sintió una paz interior muy extraña, una calma poco usual que parecía aumentar cada vez que se acercaba más y más a la luz... Ya casi lo lograba sólo debía llegar... Le costaba un enorme trabajo pero ya lo tenía, estaba allí, de este lado de la cerca.
Javier, reuniendo con un suspiro sus últimas fuerzas logró cruzarla y al hacerlo, desapareció.

Javier, 32 años, Caracas, Venezuela, un paciente con VIH que un día cayó dormido y nunca más despertó.