miércoles, 9 de enero de 2008

Lo que nadie recuerda de la guerra

Siempre en formación regular, nos cuadramos y aguardamos a que el coronel Zilla, apodado El Jefe, se dignara a dirigirnos la palabra. Sentíamos el frío de Rusia introducirse inexorablemente por cada poro de nuestra piel. Los ojos de El Jefe se habían impregnado de ese mismo aire gélido y relumbraban como diminutas esquirlas de hielo azul. Cuando por fin abrió la boca, una larga cinta de vaho se deslizó sobre su nariz y fue a disolverse más allá de la línea que sus cabellos rubicundos ya en retirada dibujaban por encima de su ancha frente.

-¿Quién es el más veterano aquí? –preguntó.

Di un paso y ejecuté el saludo militar reglamentario.

-Yo, señor. Se presenta el cabo Püschel, de la 32ª división de infantería, señor.

-¿Es usted el oficial de mayor rango?

-No, señor.

El Jefe escupió y removió la nieve con la punta de sus lustradas botas.

-Da lo mismo. Le nombro oficial al mando de este atajo de niñitas que me trae. Distribúyalos como pueda entre los distintos batallones a la mayor brevedad.

Y eso hice. Bueno, eso intenté. Eran en total 22 soldados, de graduaciones y procedencias diversas. Había cinco críos que aún estaban aprendiendo a afeitarse, dos disidentes rusos, cuatro veteranos que nunca hablaban con nadie y que usaban sus rifles como jodidas segadoras de césped, y otras muestras de lo que podía hacerle el servicio militar a cualquiera que fuese a caer en sus garras, listo, idiota o maníaco, homicida, o pacifista, o zapatero o amante de las armas.

Un cabo se ofreció voluntario para acompañarme. Él me guió y me introdujo en las complejas relaciones sociales que se habían ido tejiendo entre muertes, amigos que se marchaban y amigos que regresaban bien en forma de cadáveres bien en forma de espectros tullidos. Fuimos adjudicando hombres más o menos por intuición. Tratábamos de no separar a aquellos que habían formado auténticas hermandades porque sabíamos que eso, al final, salvaba vidas. Por eso mismo tuvimos algún problema.

Por ejemplo, separar a los cinco novatos hubiese sido una crueldad, como arrancarles de una nueva familia ahora que ya no les quedaba ninguna. Los cuatro veteranos, a su vez, no habrían dudado en rompernos la crisma a culatazos si tan sólo hubiésemos osado sugerir que se separaran. Y posiblemente no les hubiese resultado difícil, eran auténticos perros de la guerra. Hijos de Hitler. Con la cabeza y la barba perfectamente rasuradas, el uniforme impecable, y esa manera de cuadrarse, con el canto de la mano bien recto sobre la costura del pantalón.

Trotábamos a lo largo de una trinchera ya abandonada con los rusos disidentes a la zaga cuando el cabo decidió presentarse formalmente.

-Me he ofrecido a ayudarte porque quiero algo a cambio.

Me palpé los bolsillos con teatralidad, porque era evidente que no llevaba dinero de ninguna clase encima. Nuestro dinero eran los cigarrillos, que intercambiábamos como miserables reclusos, fotos de chicas, no necesariamente eróticas, porque en realidad cualquier cosa nos parecía tremendamente sensual en comparación con la sucia y masculina compañía a la que estábamos habituados, y cosas así.

-No sé qué puedes querer de mí –dije.

-Conmigo no hace falta que te ocultes. Sé que tienes libros en tu bolsa. Lo he visto. –Y añadió-: me gustaría leerlos. ¡Hace tanto que no leo nada!

De esta manera empezó una amistad que apenas duró un mes.

No era cierto que el cabo hiciera tiempo que no leía nada. Que no leía nada nuevo para él, eso sí, pero tenía una buena colección de volúmenes que nunca descubrí de dónde sacaba.

Habían pasado ya tres semanas desde nuestra llegada cuando el cabo se decidió a revelarme su escondite. Estaba en el polvorín. Recuerdo que cerró la puerta con llave desde dentro, y con una linterna de campaña en la mano se puso a revolver entre los montones de cajas y paquetes. Apartó varios rollos de lona negra para el camuflaje de tanques durante la noche y se acuclilló junto a un baúl de municiones.

-¿Los guardas aquí? –pregunté.

El aire olía intensamente a pólvora, fósforo y petróleo entremezclados con el olor a humedad y a encierro.

-Es un sitio magnífico –me explicó-. En primer lugar, si lo encuentra nunca podrán relacionarme con eso, y además, nadie va a intentar robar nada porque todos tenemos más armas de las que hemos querido ver en toda la vida. O en cuarenta vidas.

-¿Y si intentan usar la munición de ese baúl?

-Yo tengo la llave.

-Podrían forzar la cerradura sin despeinarse. Yo mismo he abierto varios de esos con un par de patadas.

-Es poco probable que llegue a interesarle a alguien este baúl en concreto. Está en el fondo de toda esta basura y le he quitado las etiquetas. Antes intentarán abrir cualquier otro que tenga indicaciones de qué contiene.

Dicho eso, se sacó una llave diminuta de la caña de la bota e hizo saltar la cerradura. El baúl estaba lleno hasta los topes de libros. Libros nuevos, libros antiguos, libros sin cubiertas, deshojados, chamuscados, gruesos y famélicos. Metí las manos hasta los codos en la montaña de papel impreso y me puse a rebuscar tan entusiasmado como podría haberlo hecho en otra época un buscador de tesoros al dar con el cofre de los piratas.

-¡Joder! –exclamé-. ¿De dónde los has sacado?

-Puedes quedarte los que quieras. Llevo siete años por aquí y he tenido tiempo de aprendérmelos de memoria. –Para dar más credibilidad a sus palabras, tomó un volumen de poesía hinchado por la humedad y sin abrirlo, recitó-: No quedan soldados / ni glorias benditas, / no quedan muchachos / ni casas ni villas. / Son los fusiles que siguen matando / sin balas ni manos ni punto de mira.

Luego me lo acercó, abierto por una de las páginas centrales en la que pude leer el poema completo. Y lloré.

El cabo se quedó azorado.

-¿Por qué lloras? –quiso saber.

Pero yo no tenía respuestas. Todos llorábamos de vez en cuando. Procurábamos que fuese a solas. El motivo no era nunca claro. Éramos sanguinarios y asesinos, o hacíamos lo posible para serlo, pero a la hora de la verdad, nuestros cerebros estaban tan agujereados que bastaba una palabra, la foto de la madre de un compañero, la tonadilla de una canción que alguien silbaba sin siquiera darse cuenta, para convertirnos en niños asustados, niños que dormíamos abrazados a granadas de mano y a ametralladoras desmontadas que debíamos cuidar como a nuestra propia hermana, porque nos habían quitado los ositos de peluche.

Me sentía incómodo por mi escena. Entonces el cabo volvió a coger el libro y me explicó que lo había escrito él mismo. En efecto, en la portada figuraba su nombre. Creo que figuraba su nombre. No lo comprobé porque estaba secándome los ojos con un pañuelo que había lavado la noche anterior en el río. En realidad supongo que era cierto, aunque uno nunca sabe. A menudo inventábamos historias sobre nosotros, o nuestra familia, o la vida que habíamos llevado antes de alistarnos.

Ese fue el periodo más feliz que puedo recordar de mis días en el frente. Pasé tres noches seguidas tan agradecido por haber recuperado el placer de la lectura que apenas dormía. Después de la cena me dirigía silenciosamente al polvorín, localizaba el baúl sin etiquetas, y extraía al azar un volumen. Novelas, libros de historia, poesía, teatro, literatura de todos los tamaños y colores. La había blanca, negra, rosa. Literatura minúscula y ridícula que trataba de sexo y aventuras amorosas, y literatura colosal y gigantesca, que me obligaba a seguir leyendo durante todo mi turno de descanso y regresar luego a mi puesto de guardia ojeroso y borracho de agotamiento.

Llegué a gastar tantas pilas para mi linterna de campaña que incluso el superintendente me preguntó, medio en serio y medio en broma, si había encontrado un mercado para esas putas pilas, o qué.

Me acostumbré al cansancio permanente. Antes ya solía dormir poco, debido al frío y a las pesadillas, pero a partir de aquel momento prácticamente no pegaba ojo. Con un libro entre las manos, metido en mi saco de dormir a la luz de la linterna, leía, leía, y cuando me daba cuenta había perdido otro turno de sueño. Creo que me era indiferente. Agradecía tanto poder catapultar mi mente más allá de toda la maquinaria de la guerra y su constante exigencia de sangre derramada, la nuestra o la suya, daba igual, que me hacía más bien leer que dormir.

Me revitalizaba. Me daba fuerzas.

El doce de marzo nos dieron una hora de descanso a todos en memoria de El Jefe, al que habían liquidado cuando huyó despavorido al prenderse fuego en la cabina de su tanque.

Para no morir asado entre las planchas de metal, el general saltó a tierra y echó a correr en zigzag con la cabeza agachada y los brazos sobre la nuca por si se le venía algo encima. Lástima –o no tan lástima-, que lo que se le vino encima fue todo un tigre alemán, uno de los nuestros, que en su apresurada retirada no pudo esquivar al general aterrorizado. Las orugas de la bestia dejaron al tipo partido en varios trozos, y algunos juraban que sus últimas palabras habían sido: “!Acelera, cabrón! ¡Si me dejas vivo te machacaré las pelotas a patadas y me follaré a tu mujer con la polla envuelta en alambre de púas!”.

Conseguí media botella de vodka de alguien que me debía un favor e invité al cabo a tomar algunas rondas en los barracones de oficiales.

-Tengo que confesarte algo –dijo.

Esperé en silencio, sin saber muy bien cómo reaccionar.

-Dicen que la guerra se está acabando ya. Dicen que la hemos perdido. Y ¿sabes?, no me importa en lo más mínimo –confesó.

-A mí tampoco. Ya no sé si quiero volver o quiero morir aquí. ¿Cómo voy a volver a mi pequeño pueblo y pasearme entre esa gente que he conocido, ahora que he entendido lo fácil que es matar?

-Sí… Pero al menos tú has sido valiente.

-Tanto como tú –repuse-. Los dos estamos vivos.

-Eso no significa nada. Aquí morimos igual los cobardes y los valientes. Si eres afortunado mueres antes. De todas formas no hablaba de eso…

-¿De qué, entonces?

-De los libros. –Sacó de debajo de su colchón una novela policíaca británica-. Desde que me mandaron a este infierno no puedo terminar los libros. Soy tan cobarde que no soporto los finales de las historias. Leo todos los libros a medias y luego los tiro por ahí, así siempre me queda la impresión de que ese mundo que he abierto sigue vivo, sigue existiendo. Como un sitio al que escapar si todo lo demás acaba fallando. Si algún día salgo de aquí me gustaría coger todos esos libros y terminarlos. Saber qué les ocurre a esos personajes. ¿Tú crees que podré volver a leer un libro entero?

Lo supe a la mañana siguiente. Supe que jamás podría volver a leer un libro entero, porque una mina estalló bajo sus pies y le dejó reducido a astillas. En principio la mina debió haberle mutilado, pero resultó que era defectuosa, y produjo una explosión tan desmesurada que en la retaguardia muchos se echaron al suelo pensando que nos bombardeaban. Todo lo que quedó del cabo fueron las botas, inexplicablemente alineadas en el mismo lugar que habían ocupado antes de la explosión. Bien lustradas y paralelas. Con los pies seccionados a la altura de las pantorrillas aún en el interior.

Cada tres o cuatro días uno de los altos mandos del regimiento oficiaba una especie de misa, mitad militar y mitad religiosa, aunque intentaban que no lo pareciese. Era tan frecuente el no poder recuperar los cuerpos, que las sepulturas eran más simbólicas que otra cosa. Desde que el cabo murió no había vuelto a pisar el polvorín, y como aquella mañana iban a dedicarle una de esas ceremonias, a él y a otros siete soldados, me dispuse a encontrar aquel libro que había escrito para leer unas líneas en su honor. No estaba muy seguro de ser capaz de reconocer el libro, pero de todas formas no fue necesario.

El baúl había desaparecido. Busqué, en vano, durante casi una hora. Allí no estaba. Sostenía en la palma de la mano la pequeña llave sin ninguna cerradura que abrir. Corrí a los barracones, pero debajo de mi colchón no había ningún libro. Ni una página, se habían esfumado.

Era cierto. Habíamos perdido la guerra. Los rusos estaban aniquilados, pero las tropas de refuerzo de los aliados rodearon nuestra indefensa posición. No pudimos ni reaccionar. Todos nos rendimos sin condiciones cuando el coronel, que hacía las funciones de general, nos instigó a hacerlo aunque él no pudiera por amor propio y dignidad alemana, según dijo. Se pegó un tiro en la boca y se sumó de esta manera a la lista de nombres por los que debía haber oficiado aquel funeral que nunca llegó a tener lugar.

Lo más extraño de todo es que no he logrado recordar el nombre de aquel cabo callado y serio, que se definía como cobarde porque no era capaz de pasar de la mitad de un libro por miedo a que se terminara.

2 comentarios:

Pruna dijo...

Que desgarrador, pero muy real, la guerra hace que los hombres cometan atrocidades. Y sin embargo entre tanta muerte siempre hay un punto de humanidad.Si repasamos la historia del cine hubo un tiempo en que las pelis de guerra norteamericanas eran pura propaganda, hasta que no llegó la guerra de Vietnam no empezaron a rodar películas muy duras y muy reales sobre la guerra. ¿Estabas en EEUU cuando empezó la guerra de Iran?¿Cómo lo viviste?

Sigue escribiendo, disfruto mucho con tus relatos.

Pruna dijo...

España también entró en la guerra de Irak (antes he puesto Irán por error)y en la calle se respiraba un ambiente anti-guerra, muchísima gente lucía chapas o pins de "No a la guerra", se hacían caceloradas por la noche, y manifestaciones, al final tuvimos el atentado en los trenes de Madrid, dos días antes de las elecciones, ganó Zapatero y cumplió con su programa electoral y retiró las tropas de Irak.